Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
VIAJE A YUCATAN II



Comentario

CAPÍTULO IV


Continuación de la jornada en busca de ciudades arruinadas. --Jornada al rancho Kiuic. --Edificio arruinado. --Extravío del camino. --Llegada a Kiuic. --La casa real. --Visita del propietario, que era un indio puro. --Su carácter. --Visita a las minas. --Garrapatas. --Paredes viejas. --Fachadas. --Imponente escena de las ruinas. --Entrada principal. --Departamentos. --Pinturas curiosas. --Excavación de una piedra. --Un edificio largo. --Otras ruinas. --Continuación de la escasez de agua. --Visita a una caverna llamada por los indios Actún. --Escena selvática. --Una aguada. --Visita a la casa real. --Crisis monetaria. --Viaje a Xul. --Entrada en el pueblo. --El convento. --Recepción. --El cura de Xul. --Su carácter. --Mezcla de los tiempos antiguos con los modernos. --La iglesia. --Visita de recepción. --Un feliz arribo

A la mañana siguiente continuamos nuestro camino en demanda de ciudades arruinadas, siendo el primer punto de nuestro destino el rancho Kiuic, distante de allí tres leguas. Precedionos Mr. Catherwood con los sirvientes y equipajes, y cerca de una hora después nos pusimos en marcha el Dr. Cabot y yo. Como los indios nos dijeron que no había dificultad ninguna en hallar el camino, salimos solos enteramente. Cerca de una milla del rancho pasamos, a la izquierda del camino, un edificio arruinado, coronado de una pared elevada con aberturas oblongas y semejante al de Zayí, que ya he mencionado, como parecido a una fábrica de Nueva Inglaterra. El terreno era quebrado, y más claro y abierto que todo el que hasta allí habíamos visto. Pasamos por medio de dos ranchos de indios y, a una legua más allá, llegamos a un punto en que el camino se dividía y por lo mismo nos encontramos en el mayor embarazo. Uno y otro camino eran apenas meras veredas de indios, en donde raras veces o nunca transitaban gentes de a caballo. No teniendo más que una sola probabilidad en contra, nos determinamos a seguir el camino que continuaba en línea recta al que hasta allí habíamos traído. Al cabo de una hora de marcha, la dirección había cambiado de tal manera, que retrocedimos llegando, después de una marcha fatigosa, al mismo punto divisorio en donde tomamos el otro camino que dejamos. Éste nos condujo a una sabana o pradera selvática, rodeada de colinas, y en la cual nos encontramos con huellas que guiaban a distintas direcciones, en medio de las cuales nos vimos completamente desorientados. La distancia a Kiuic era únicamente de tres leguas y llevábamos ya seis horas de una marcha penosa: comenzamos entonces a temer seriamente que habíamos hecho mal en retroceder del primer camino, y que a cada paso nos alejábamos más y más del punto de nuestro destino. En medio de nuestras perplejidades encontrámonos con un indio que llevaba del cabestro un potro cerrero, y, antes de que le dirigiéramos una sola pregunta ni tomarse la pena de hacérnosla, ató el caballo a un arbusto, nos hizo volver grupas guiándonos a través de la llanura a otra vereda, siguiendo la cual por alguna distancia nos hizo al cabo cejar de ella y penetrar en otra nueva vereda, en la cual nos dejó volviéndose de prisa a recoger el potro. Sentíamos perderlo, y le instamos para que nos sirviese de guía, pero estuvo impenetrable, hasta que con el auxilio de un medio real se determinó a continuar delante de nosotros. Todo el paisaje eran tan selvático y solitario, que comenzamos a dudar muy seriamente que la especie de senda que seguíamos pudiese guiar a ningún rancho o habitación humana, pero al mismo tiempo había una circunstancia interesante. En la senda solitaria en que nos vimos, a la sazón descubrimos, en diferentes sitios distantes e inaccesibles, cinco elevados montículos en que descollaban las ruinas de antiguos edificios, e indudablemente había otros muchos más sepultados en los bosques. A las tres de la tarde entramos en una espesa floresta, y súbitamente nos dimos de cara con la casa real de Kiuic, que descollaba solitaria y casi oculta entre los árboles, siendo la única habitación de cualquiera especie que se presentaba a la vista; y para que se aumentase el admirable interés que nos esperaba en cada uno de los pasos de nuestro viaje en aquel país, la tal casa real estaba sobre la plataforma de una antigua terraza, cubierta de los restos de un edificio arruinado. Los escalones de la terraza habían caído, pero estaban ya renovados; las paredes estaban intactas, conservando las piedras su primitivo sitio y colocación. Aparecieron a nuestra vista Mr. Catherwood con nuestros sirvientes y equipajes; y, conforme íbamos subiendo, presentaba aquello una extraña confusión de cosas pasadas y presentes, de escenas antiguas y sucesos comunes en la vida, si bien Mr. Catherwood disipó un tanto nuestras primeras ilusiones con asegurarnos que la casa real estaba cuajada de pulgas. Atamos los caballos al pie de la terraza y subimos los escalones. La casa real tiene paredes de barro, techo de paja y una enramada delante. Sentados bajo la enramada con nuestro "hotel" sobre aquella antigua plataforma, raras veces habíamos experimentado una satisfacción más cumplida al llegar a un nuevo y desconocido campo de ruinas, aunque tal vez en aquella circunstancia entraba por mucho el que, después de una caminata tan incierta y calurosa, hubiésemos llegado sanos y salvos al punto de nuestro destino. Quedaban todavía dos horas de sol, y, deseando echar una ojeada sobre las ruinas antes de que anocheciera, nos pusimos a comer unos huevos fritos y algunas tortillas hechas de prisa. Mientras que despachábamos rápidamente nuestra refacción, el dueño del rancho, acompañado de varios indios, vino a hacernos una visita.

El tal propietario era un indio puro, el primero de esta antigua, pero degradada raza, a quien hubiésemos visto en la posición de ser dueño y propietario de tierras: era como de cuarenta y cinco años de edad, y muy respetable en su apariencia y maneras. Había heredado de sus padres aquella finca, sin saber cuánto tiempo hacía que se les hubiese transmitido, si bien estaba en la creencia de que siempre había estado en su familia. Sirvientes suyos eran los indios del rancho, y en ningún pueblo o hacienda habíamos visto hombres de mejor apariencia y mejor disciplinados. Esto produjo en mi ánimo la fuerte impresión de que, indolente, abatida e ignorante cual hoy se encuentra la raza indígena bajo el dominio de los extranjeros, los indios no son incapaces de llenar los deberes de una posición más elevada de la que el destino les ha señalado. No es exacto que el indio sea apto solamente para los trabajos manuales, sino que es muy capaz de poseer lo que se necesita para dirigir los trabajos de otros; y, cuando este señor indio se sentó en la terraza rodeado de todos sus dependientes, me figuré ver al descendiente de una larga línea de caciques, que en tiempos antiguos hubiesen reinado en la ciudad, cuyas ruinas formaban hoy su herencia. Involuntariamente le tratamos con todo el respeto y miramiento que jamás habíamos mostrado antes a ningún indio; pero, ¡quién lo sabe!, tal vez en esto no estábamos enteramente libres de la influencia de los sentimientos que gobiernan en la vida civilizada, y nuestro respeto pudo haber provenido de saber que nuestro conocido nuevo era un propietario que poseía no solamente algunos acres de tierra, indios y una finca productiva, sino también dinero efectivo, el gran disederatum de estos tiempos positivos. Y dígolo, porque, cuando dimos a Albino un peso fuerte para que comprase huevos, nos significó la dificultad que habría de conseguir cambio en el rancho para una moneda de tanto valor; pero a su regreso nos dijo, con cierto aire de sorpresa, que el amo había dado el cambio de la moneda en el momento en que se le presentó.

Concluida nuestra precipitada refacción, pedimos indios que nos guiasen a las ruinas, y no dejó de sorprendernos la objeción que hacían con motivo de las garrapatas. Desde que salimos de Uxmal, una de nuestras mayores molestias durante nuestras labores habían sido las garrapatas, que en efecto producen una molestia intolerable. Frecuentemente nos pusimos en contacto con los arbustos cubiertos naturalmente de ellas, y de los cuales se desprendían millares sobre nosotros en forma de granos de arena movible, hasta que el cuerpo casi desaparecía debajo de ellas. Nuestros caballos sufrían acaso más que nosotros mismos, y cada vez que desmontábamos teníamos la costumbre de rasparles los costados con una varilla áspera. Durante la estación de la seca, el calor acaba con esta mala peste, y también los pájaros, que se comen las garrapatas; y si esto no fuera así, yo creo en verdad que el país llegaría a ser inhabitable. Por todo el viaje se nos decía que la estación de la seca estaba próxima, y que pronto se acabarían las garrapatas; pero ya habíamos comenzado a desesperar de tal estación, y perdido por tanto la esperanza de librarnos de aquel insecto. Por tanto, no dejó de sobresaltarnos el aviso que nos venía con la especie de resistencia opuesta por los indios; y cuando insistimos en salir, diéronnos otra alarmante intimación cortando unas varillas con que, desde el momento que nos pusimos en marcha, iban sacudiendo los arbustos de uno y otro lado, y barriendo el camino.

A la salida del bosque llegamos a un campo comparativamente claro y despejado, en que a través de los árboles y en todas direcciones vimos las Paredes viejas, o Xlab-Pak, que nos eran tan familiares y presentaban una colección de inmensos restos de muchos edificios arruinados. Forzamos nuestro camino hasta ponernos en disposición de lanzar una ojeada sobre ellos. Las fachadas no estaban tan recargadas de adornos como muchas de las que hasta allí habíamos visto; pero las piedras eran más macizas, y era simple, severo y grande el estilo de su arquitectura. Casi todas las casas se habían desplomado, y un largo frontispicio cubierto de adornos yacía en tierra abierto y formando un doblez superior, como si hubiese caído por el efecto de las vibraciones de un terremoto, y luchase aún por conservar su posición recta. El conjunto presentaba una escena pintoresca e imponente de ruinas, trayendo al espíritu la vivísima imagen de la escoba destructora del tiempo, barriendo una ciudad. Sobrecogionos la noche en el momento de estar viendo una pintura misteriosa, y regresamos a la casa real para dormir.

A la mañana siguiente, muy temprano, nos dirigimos otra vez al terreno, con nuestro indio propietario y una gran parte de sus criados; y como ya el lector debe estar familiarizado con el carácter general de estas ruinas, voy a escoger de la gran masa de ellas que nos rodeaba las que ofrezcan algún carácter particular. La primera que nos llamó la atención fue la que representaba una gran puerta de entrada, que es lo único que permanece en pie, de una prolongada fachada que se ha desplomado. Es notable por su simplicidad y aun por la grandeza de sus proporciones, supuesto el estilo de aquella arquitectura.

El departamento a donde esta puerta conduce nada tenía de particular que lo distinguiese de los centenares de otros que ya habíamos visto; pero en uno de sus ángulos existía la pintura misteriosa que estábamos mirando el día anterior, cuando nos sorprendió la noche. Una de las paredes de la testera había caído hacia dentro; pero todas las demás aún permanecían en pie. El techo, lo mismo que en todos los demás edificios, se formaba por el encuentro de las dos paredes maestras que iban declinando hasta juntarse, y cubierto en el punto de conjunción por una capa de piedras planas de un pie de espesor. En todas las demás bóvedas, sin una sola excepción, esa capa era completamente llana; pero en ésta había una piedra, que se hacía distinguir por una pintura que cubría la superficie de la parte expuesta a la vista. La pintura en sí misma era curiosa: los colores, entre los cuales dominaban el rojo y el verde, eran brillantes; las líneas claras y distintas, y el conjunto más perfecto que el de cualquier otra pintura que hubiésemos visto hasta allí. Pero, más que la pintura, sorprendionos la posición en que estaba: se hallaba en la parte más extraviada del edificio todo, y, si no hubiese sido por los indios, ni aun hubiésemos reparado en ella. Por qué esta capa de piedras tuviese semejante adorno, o por qué esta piedra en particular se distinguiese de las otras, eso fue lo que no pudimos descubrir y, sin embargo, estábamos persuadidos de que eso no se habría hecho así sin objeto o por mero capricho. En efecto, mucho tiempo hacía que opinábamos que cada piedra en estos antiguos edificios, y cada diseño o adorno que los decoraba, tenía alguna significación cierta, por más inescrutable que hoy fuese.

La tal pintura representa la ruda imagen de un hombre, rodeada de jeroglíficos, que sin duda expresan su historia. Es de treinta pulgadas de largo, dieciocho de ancho y el rojo es el color que domina. De su posición resultaba la imposibilidad de copiarla sin echarla abajo, lo cual deseábamos verificar, no tan sólo para formar un dibujo sino para traérnosla. Yo tenía la aprensión de que el propietario hiciese alguna resistencia, porque él y los indios nos habían designado la tal pintura como la parte más curiosa de las ruinas; pero afortunadamente no tenían ellos formada ninguna opinión en el particular, y todos estaban dispuestos a ayudarnos en cuanto hubiésemos querido. El único medio de sacarla era cavar en el techo, y, como siempre, allí estaba un árbol amigo que nos favoreció. El techo era plano, formado de piedra y mezcla, y tenía algunos pies de espesor. Carecían de barreta los indios; pero, apartando la mezcla con sus machetes y las piedras por medio de unos troncos aguzados y recios, lograron cavar hasta el tope o clave del arco: la piedra principal estaba engarzada como un pie de cada lado y era imposible extraerla por el agujero practicado en el techo, no quedando por lo mismo otro recurso que hacerla descender en el interior de la pieza. El dueño envió algunos indios al rancho en demanda de una soga, y por vía de precaución hice cortar algunas ramas para formar una especie de cama de varios pies de espesor bajo la piedra. Algunos indios que trabajaban aún en el techo estuvieron a punto de dejarla caer; pero afortunadamente se hallaba allí el Dr. Cabot, que los detuvo.

Volvieron los indios con la soga y, mientras bajábamos la piedra, rompiose una de las amarras y cayó precipitada; pero la cama de ramas evitó la destrucción de la pintura. El propietario no hizo resistencia alguna para que yo me la llevase; pero era demasiado pesada para la carga de una mula, y los indios no se hubieran atrevido a sacarla en hombros. El único medio de extraerla era cortarla hasta reducirla a un tamaño portable, y, cuando salimos de allí, el propietario me acompañó hasta el pueblo próximo, con el objeto de proporcionarnos un cantero; pero no había uno solo en el pueblo, ni probabilidad de proporcionarse ni uno en veintisiete millas a la redonda. Incapaz de poder sacar ningún partido de la tal piedra, supliqué al propietario que la colocase en un sitio abrigado de la lluvia; y si no me he equivocado acerca del carácter de aquel mi amigo indio, heredero de una ciudad arruinada, sin duda existe allí todavía a mis órdenes. En tal virtud, por el tenor de las presentes autorizo al primer viajero americano que vaya allí a que traiga a su costa la susodicha piedra y la deposite en el Museo Nacional de Washington.

Nosotros dejamos las ruinas de Kiuic como las habíamos encontrado. Edificios desplomados y fragmentos de piedras esculpidas eran los objetos que escombraban el terreno en todas direcciones; pero es imposible dar al lector una idea de la impresión que produce el andar errante entre esas ruinas. Por un brevísimo espacio interrumpimos solamente el sombrío silencio de la desolada ciudad, y la dejamos otra vez sepultada en su majestuosa desolación. Tenemos motivo para creer que ningún hombre blanco la ha visto jamás, y probablemente serán muy pocos los que puedan lograrlo, porque la ruina y destrucción crecen más y más de año en año.

Existía aquí la misma escasez de agua que, a excepción de Sabacché, era característica de toda esta región, en lo que de ella habíamos visto. El depósito de donde se proveía la antigua ciudad era un objeto que había llamado la atención del propietario indio; y mientras que Mr. Catherwood se ocupaba en dibujar el último edificio, los indios nos condujeron a una caverna llamada Actún, en su lengua, y que ellos suponían fuese el pozo de la antigua ciudad. La entrada era una abertura a través de una roca perpendicular: pasamos por ella con el auxilio de un árbol cuyas ramas nos sirvieron de escalones, y con este auxilio pudimos descender a la plataforma de la roca. Encima había una inmensa bóveda rocallosa, y en el fondo, una gran caverna con precipicios de treinta o cuarenta pies de profundidad, en donde, a juicio de los indios, debía de haber algún pasadizo que guiase a los depósitos de agua. Cuando hicimos brillar nuestras antorchas por el medio de la hendidura, apareció una escena tan imponente y grandiosa que, si hubiéramos podido disponer siquiera de una hora libre, nos habría venido la tentación de explorarla; pero nosotros teníamos más que hacer del necesario para llenar nuestro tiempo.

Saliendo de la caverna, nos dirigimos a la aguada que distaba de allí cerca de una legua. Era un pequeño y fangoso estanque con árboles dentro de él y en las orillas, y que en otros países se habría tenido como un bebedero malsano hasta para las bestias. El propietario y todos los indios nos dijeron que en la estación de la seca se dejaba ver el fondo de piedra labrada, hecho, según ellos, por los antiguos habitantes. El tal banco o fondo estaba azolvado de fango; por medio de un tablado formado sobre troncos dentro del lodo, los indios se dirigían al punto conveniente para extraer el agua. Nuestros caballos fueron guiados hasta aquel sitio, pero tenían que beber el agua en los calabazos de los indios.

A las dos de la tarde regresamos a la casa real. Habíamos concluido ya con una ciudad en ruinas y estábamos listos para ir a ver otra; mas tuvimos un serio y grave inconveniente en el camino. Ya he dicho que a nuestra llegada a Kiuic dimos a Albino un peso, pero se me olvidó añadir que ese peso era el único que teníamos. Al ponernos en marcha para esta jornada habíamos reducido nuestro equipaje a las hamacas y petaquillas, que son unas cajas o cestas de palma sin cerradura de ninguna especie, y nada seguras, por consiguiente, para guardar dinero, mientras que la moneda de plata, única que pudiese ser corriente en esa región, era demasiado pesada para llevarla uno consigo. En Sabacché descubrimos que nuestros gastos había excedido del cálculo formado y, en consecuencia, enviamos a Albino a Nohcabab con la llave del baúl en que teníamos el dinero, con encargo de que se diese prisa para venir a juntársenos en Kiuic. El tiempo graduado para su ida, detención y regreso había expirado, y Albino no aparecía. Nada nos hubiera hecho una ligera dilación, si no hubiese sido por la estrechez y urgencia de nuestras necesidades. Podía haberle sobrevenido algún accidente, o también la tentación podía haber sido demasiado viva. Nuestros negocios se acercaban a una verdadera crisis, y la ignorancia de la gente del país en materias financieras estaba pesando sobre nosotros. Si necesitábamos de alguna gallina, de forraje para los caballos, o del trabajo de un indio, el dinero debía estar listo en el momento. Lo mismo nos sucedió en todo el resto de nuestro viaje: cualquier orden para la compra de un artículo de nada servía, si no iba acompañada del dinero contante. Educados y nutridos bajo las alas del crédito, semejante sistema nos era siempre odioso. Nada podíamos atentar sobre una escala amplia, sin que al punto nos viésemos obligados a calcular nuestros medios, puesto que no podíamos hacer gasto ninguno sin tener en el acto mismo y en el lugar donde había de hacerse el gasto el dinero efectivo que se necesitaba. Por descontado que un método semejante era capaz de trastornar cualquiera empresa; y a la sazón lo estábamos experimentando, pues por un mal cálculo nos vimos súbitamente detenidos. Al hacer un examen de los rarísimos medios que aún formaban nuestro bolsillo, hallamos que teníamos lo suficiente para pagar la traslación de nuestro equipaje al pueblo de Xul; pero, si nos deteníamos una sola noche esperando la vuelta de Albino y éste no llegaba, corríamos el riesgo de partir en ayunas al día siguiente, tanto nosotros como nuestros caballos, so pena de vernos imposibilitados de pagar la conducción de nuestro equipaje. ¿Qué debíamos preferir en esta disyuntiva? ¿Esperar nuestro destino en el rancho o dirigirnos al pueblo y confiar en la fortuna?

En tan delicada crisis de nuestros negocios, sentámonos a comer uno de los mejores revoltijos de pollos, arroz y frijoles que Bernardo solía prepararnos, con lo que se concluía la última comida que nos era posible pagar. Terminada ésta, apelamos a un paquete de cigarrillos de La Habana, en el que sólo había tres por junto, resto último de nuestra provisión, reservada para algún lance extraordinario. Convencidos de que no podía presentarse una ocasión más solemne en que necesitásemos más de ajeno auxilio, encendimos nuestros tres cigarrillos y sentámonos bajo la enramada; y mientras que el humo giraba y se perdía en prolongadas espirales, fijábamos el oído para escuchar si se aproximaba el trote de algún caballo. Era realmente muy embarazoso saber lo que debíamos hacer; pero nada había más cierto que, si permanecíamos en el rancho, en el momento en que se gastase el último medio quedábamos completamente derrotados. Acaso nuestra situación podría mejorarse en el pueblo, y por lo mismo determinamos alzar los reales y trasladarnos allí.

Dejando encargo especial para que Albino nos siguiese tan pronto como arribase al rancho, partimos de él a las tres de la tarde en compañía del propietario. A las cinco y media verificamos nuestra entrada solemne en el pueblo con caballos, criados y conductores, y con un solo medio en el bolsillo por todo capital sonante.

La casa real era de lo más pobre y miserable que yo hubiese visto en todo el país; y en tan críticas circunstancias claro era que no había sitio para nosotros, supuesto que en el acto mismo en que desmontásemos habría sido necesario pedir maíz y ramón para los caballos, acompañando el dinero a la orden. A las inmediaciones de la puerta había una turba de ociosos azorados, y, si nos hubiésemos detenido en semejante sitio, habría sido preciso darnos en espectáculo, sin lograr la oportunidad de prevenirles con nuestra historia y hacernos de algunos amigos.

En el lado opuesto de la plaza había uno de aquellos edificios que tan a menudo nos habían servido de refugio en los días de mayor conflicto; pero yo vacilaba esta vez en acercarme al convento. La fama del cura de Xul había llegado a nuestros oídos, y se decía que era rico, especulador y algo excéntrico. Era dueño, entre otras varias posesiones, de una ciudad arruinada que nos proponíamos visitar con tanto mayor interés cuanto que se nos había asegurado que dicha ciudad se hallaba a la sazón habitada de indios. Deseábamos que nos facilitase el modo de explorar estas ruinas con provecho, y estábamos dudosos de que para un hombre rico fuese recomendación, que le inclinase a favorecernos, eso de entrar haciendo su conocimiento con pedirle dinero prestado.

Pero, aunque rico, al fin el cura de Xul era padre. Así, pues, sin desmontar me dirigí al convento. El cura vino a mi encuentro, y me dijo que hacía días que nos esperaba de un momento a otro. Así que me hube apeado, tomó mi caballo de la brida, le hizo cruzar la sala y salir de ella al patio. Preguntóme por qué mis compañeros no venían; y a un signo que les hice se presentaron y sus caballos siguieron al mío a través de la sala.

Hasta allí no estábamos enteramente tranquilos. En Yucatán, lo mismo que en Centroamérica, bien sea que el viajero se apee en una casa real, en un convento, o en la casa de un amigo, es costumbre recibida que debe comprar maíz y ramón para sus caballos; y no se tiene por falta de hospitalidad en el huésped dejar de atender a las cabalgaduras del recién venido, después de haber provisto de local para acomodarlas. Esto podía traernos definitivamente a una explicación con el cura; pero en el instante se presentaron cuatro indios cargados de ramón. Acertamos luego a lanzar una indirectilla respecto del maíz, y en un instante desapareció toda nuestra presente ansiedad acerca de los caballos: con eso tuvimos todo el resto de la noche para preparar nuestra coducta.

D. José Gerónimo Rodríguez, cura de Xul, era un gachupín, o nativo de la antigua España, de lo que estaba algo orgulloso, lo mismo que todos sus compatriotas residentes en el país. Él había sido educado para fraile franciscano, y en efecto vistió el hábito de tal; pero unos treinta años antes, con motivo de las revoluciones y persecuciones de su orden, huyose de España y se refugió en Yucatán. Al destruirse la orden franciscana en Mérida, expulsándose a los frailes del convento, entró en el clero secular. Había sido primero cura de Ticul y Nohcacab, y como unos diez años antes se le nombró para el curato de Xul, y él era uno de los curas llamados beneficiados; esto es, en consideración de haber fabricado la iglesia, atender a sus mejoras y desempeñar las funciones ministeriales del párroco, pertenecía al beneficiado, después de deducir una séptima parte para la iglesia, toda la obvención pagada por los indios y los derechos de bautismo, casamiento, entierro, misas y salves. Al tiempo de ser nombrado cura el padre Rodríguez, el sitio ocupado actualmente por el pueblo era un mero rancho de indios. El terreno de este distrito era, en general, bueno para las siembras de maíz; pero lo mismo que el de toda esa región se hallaba destituido de agua, o al menos muy escasamente provisto de ella. La primera atención del cura había sido remediar este inconveniente, para lo cual hizo cavar un pozo de doscientos pies de profundidad, que le tuvo de costo mil quinientos pesos. Además de este pozo, tenía grandes y sólidas cisternas para depósitos de agua de lluvia, iguales a las que yo había visto en el país. Con eso había logrado reunir a su alrededor una población de siete mil almas.

Mas para nosotros había algo de más interesante que esta creación de un pueblo numeroso en el bosque, porque allí había también la misma extraña mezcla de las cosas antiguas con las modernas. El pueblo está situado nada menos que sobre el antiguo asiento de una primitiva ciudad indígena. En el ángulo de la plaza, ocupado hoy por la casa del cura y cuyo patio contiene el pozo y las cisternas de que he hablado, existió antes un cerro piramidal con un edificio en la parte superior. El mismo cura había hecho arrasar este montículo de tal manera, que nada existía que pudiese indicar el sitio en que estuvo. Con sus materiales había construido su casa y las cisternas, y algunas partes del antiguo edificio formaban las paredes del nuevo. Con un singular buen gusto, que mostraba el giro práctico de su espíritu y también su vena de anticuario, fijó en los lugares más notables, cuando esto convenía a su objeto, algunas de las piedras esculpidas del antiguo edificio. El convento y la iglesia ocupaban otro lado de la plaza. A lo largo del corredor del convento se veía un banco prolongado de piedras alisadas con el uso, que se habían tomado de las mismas ruinas; y por doquiera podían verse vestigios de lo pasado, formando el eslabón de una cadena entre los muertos y los vivos, y sirviendo para mantener en pie el hecho palpitante, que sin eso dentro de pocos años ya estaría olvidado, de que en el pueblo de Xul estuvo antes una ciudad de los indios antiguos.

Pero la obra de que el cura se mostraba más orgulloso, y que acaso le habrá dado más crédito, era la iglesia. Era una de las muy pocas cuya fábrica se hubiese intentado en los últimos años, después de haber desaparecido el tiempo en que el trabajo de todo un pueblo se consagraba a esta clase de fábricas. Presenta la tal iglesia una combinación de sencillez, comodidad y buen gusto mucho más conforme con el espíritu del siglo, que las gigantescas pero vacilantes construcciones que vi en otros pueblos, mientras que no por eso era menos atractiva a los ojos de los indios. El cura empleó un amanuense en formar la descripción de su iglesia destinada, según me dijo, para darle publicidad en mi libro. Sin embargo, véome en la necesidad de omitirla haciendo mención únicamente de que en el altar mayor había dieciséis columnas extraídas de las ruinas del rancho Nohcacab, que era el que nos proponíamos visitar próximamente.

Durante la velada tuvimos una visita de recepción de los principales vecinos del pueblo, que eran como seis u ocho. Entre ellos se encontraba el dueño del rancho y ruinas de Nohcacab, a cuyo conocimiento fuimos introducidos por el cura con especial recomendación de nuestra habilidad anticuaria, científica y médica, lo que demostraba un cierto aprecio de mérito, que rara vez habíamos tenido la buena fortuna de encontrar. El dueño de las ruinas apenas pudo darnos muy superficiales informes acerca de ellas; pero se encargó de hacer todos los arreglos necesarios para nuestra exploración, y de acompañarnos él mismo en ella.

En aquel momento habíamos tocado el apogeo de nuestro buen concepto: pedir entonces un préstamo de algunos pesos hubiera sido caer materialmente hasta lo más bajo de esa buena reputación. Gastábase la noche sin que se nos ofreciese una oportunidad de entrar en materia, cuando escuchamos con gran satisfacción nuestra, el trote de un caballo, apareciendo en el momento el esperado Albino. El recibo de un saco de pesos acabó de fijarnos en nuestra culminante posición, proporcionándonos la facilidad de pedir indios para que nos acompañasen a Nohcacab, al siguiente día. Concluida nuestra hora de tertulia, tomamos en una batea un baño caliente bajo la dirección personal del cura, lo que calmó algo la irritación causada por las mordeduras de las garrapatas, y de allí nos retiramos a nuestras hamacas.